por Gabriel Bernachea
Un punto de partida.
¿Por qué escribir sobre esta obra de Eco? Podría ofrecer varias respuestas, pero la principal es autobiográfica: fue el libro que me abrió las puertas al estudio de la Filosofía y es una manera de rendirle tributo. La gente que me conoce (familiares, amigos, estudiantes) sabe el cariño que le tengo a este libro. Siempre lo releo, vuelvo a él, lo cito en conversaciones o en clase, y lo recomiendo porque es una obra maravillosa y muy bien confeccionada, por su trama, su historia, los niveles de interpretación que posee, los temas que toca, etc.
Realizar un análisis de El nombre de la rosa de Umberto Eco no es tarea fácil, no por las dificultades que la novela pueda presentar o los niveles de interpretación que nos ofrece, sino por los infinitos caminos que se pueden recorrer. Al ser una obra tan compleja cada palabra, objeto, personaje, etc. está colocado con una previa intensión muy específica: la de hacer referencia a algún aspecto de la Edad Media, a la historia, al arte o a la tradición filosófica, entre otras cuestiones. Es una obra que constantemente alimenta la imaginación y despierta todos los conocimientos que hayamos adquirido, y obviamente numerosas asociaciones y relaciones.
El filósofo y semiólogo Charles Sanders Peirce, en su teoría de los signos, sostiene que todo signo representa un objeto que está ausente, y al interpretarlo se genera un interpretante, que no es otra cosa que un nuevo signo que debe ser interpretado; lo que pone en juego las posibles relaciones que pueda llevar, generando una cadena de interpretaciones que el filósofo llamó semiosis infinita. Eco es heredero de esta tradición, él es Semiólogo y en esta novela pone en juego todo su conocimiento desafiando al lector a interpretar su obra. Los ejemplos son muchísimos pero los invito a descubrirlos por su cuenta.
Hace poco tiempo ingresaba por primera vez a una Sede de Fines llamada Aldea Jóvenes para la paz en Villa Rosa, y me encontré con el edificio de la foto, obviamente la semiosis que en mi mente se produjo me llevó a asociarla con la abadía de la novela y su imponente Torreón donde se ubicaba la Biblioteca. Allí surgió la idea de comenzar este escrito.
No es mi intención contarles la historia del libro, eso corre nuevamente por cuenta de ustedes, sino detenerme en ciertos aspectos filosóficos que han llamado mi atención y que están encarnados en los dos personajes principales, porque (y volviendo a la teoría de los signos) ellos representan algo a través de sus palabras y actos, representan dos corrientes antiguas de pensamiento que son el platonismo y el aristotelismo, o el neoplatonismo y el tomismo si vamos a ser un tanto más específicos. La primera representada por Jorge de Burgos, y la segunda por Guillermo de Baskerville, corrientes antagónicas al igual que nuestros personajes.
Para lograr desentrañar estos puntos de vista es necesario analizar el contexto en el que se han formado, las enseñanzas que han tenido y las instituciones que han transitado, como las abadías y universidades que les han transmitido los conocimientos que poseen. Es importante conocer su formación porque un pensamiento o filosofía se encuentra condicionado por el ambiente sociocultural en el que es gestado.
Nuestros personajes.
Jorge de Burgos.
El “Venerable Jorge”, como acostumbraban llamarlo, es un monje benedictino, anciano y ciego, de origen español, quien antiguamente había sido el bibliotecario de la abadía; ahora acérrimo defensor de la “Verdad” y de la tradición neoplatónica-agustiniana que representa, tradición que “exalta de un modo totalizante los elementos constitutivos del mundo y del pensamiento monástico” (Zecchini, 1987: 428).
Es el personaje antagonista de Guillermo de Baskerville, el monje franciscano, y todo discurso que enarbola es opuesto al del mencionado, marcando profundamente las diferencias que entre sus “mundos” se encuentran, donde hay pocos elementos en común, llevándolos a una continua lucha entre la tradición monástica de Jorge y la tradición escolástica de Guillermo por defender los valores que a cada uno le corresponden.
El nombre que Eco le asigna al personaje es en homenaje al escritor argentino Jorge Luis Borges, de quién también toma ciertos rasgos característicos para construir al personaje tales como: la similitud en cuanto al nombre ya mencionada, el parecido físico y la ceguera que acompaño a Borges durante sus últimos y largos años de su vida, y además el hecho de haber sido bibliotecario, o mejor dicho, Director de la Biblioteca Nacional de la República Argentina, según aclara Eco en un libro posterior titulado Apostillas a El nombre de la rosa.
Jorge, al encarnar en la novela la tradición neoplatónica-agustiniana, sostiene la existencia de un orden necesario en la realidad, impuesto por Dios, lo que lo hace bueno, necesario, inmutable y cognoscible. Necesario porque el Creador decidió hacerlo de este modo y no de otro, cognoscible porque nos permite reconstruir cadenas causales basándonos en la eficacia de las leyes del mundo, e inmutable porque este orden es inalterable a través del tiempo. Un ejemplo de esto último es cuando este personaje en reiteradas veces hace referencia al “Plan Divino” al que el mundo responde y en el que está incluído “todo” lo que integra la realidad, que perdura como debe ser, como siempre ha sido y como seguirá siendo hasta el fin de los tiempos. De aquí proviene el carácter inmutable, ya que en el fondo de cualquier sociedad y en cualquier momento de la historia se puede encontrar el mismo orden, aunque externamente cambien sus características no esenciales.
Este monje benedictino mantiene marcadas diferencias con el franciscano, ya que “todo principio del universo de Jorge contrasta con el de Guillermo” (Zecchini, 1987: 428), una diferencia muy importante y asociada al orden es lo que concierne al saber. Jorge de Burgos recibió una educación dentro de un ámbito abacial o manástico, o sea dentro de una abadía o monasterio. Este tipo de instituciones mantiene una posición tradicional y conservadora con respecto al saber. La causa de esto sería que su desarrollo fue dado lejos de los centros urbanos y se encontraba muy ligada al mundo y a la cultura rural-feudal que mantenía una estructura de poder muy cerrada. La función de estas instituciones era principalmente, y como siempre lo enfatiza Jorge, “preservar y mantener el saber tradicional frente a las concepciones aristotélicas de la realidad y del conocimiento que se estaban abriendo en occidente” (Bertelloni, 1997: 39), ya que este reingreso de Aristóteles en occidente se daba a la par con el surgimiento de las universidades en los centros urbanos más importantes.
El trabajo intelectual realizado en las escuelas abaciales, catedralicias o monasterios (formas germinales de las universidades) ocupaba un nivel secundario porque la actividad primaria estaba dirigida a la oración, la lectura y estudio de las escrituras sagradas. Cada monasterio contenía una biblioteca que poseía libros de teología principalmente, y la actividad fundamental era la preservación de los mismos, como así también su custodia. El conocimiento y la enseñanza se encontraban en manos de la Iglesia y los monjes se limitaban a las tareas de copistas, lectura, meditación individual y oración. Los libros o manuscritos, que eran escritos en las abadías, eran herramientas para los monjes y, generalmente, estaban destinados a permanecer en ellas eternamente. Para los monjes, la ciencia contenida en estos libros era un tesoro que se debía guardar y refugiar dentro de la biblioteca para ser preservados con mucho cuidado.
Guillermo de Baskerville.
Es un monje franciscano británico, formado en la Universidad de Oxford y principal figura de la novela. Pese a que la novela está narrada en la Edad Media, Guillermo es más cercano a la concepción de un ser humano moderno que a la del medieval. Un rasgo que caracteriza esta distinción es que en varios momentos de la novela afirma que el orden es una categoría impuesta o creada por la mente del ser humano, y no algo existente en la naturaleza, sino que es algo absolutamente contingente. Esta es una concepción contraria a la medieval o a la mencionada tradición neoplatónica-agustiniana que afirmaba la existencia de un orden natural que regía en este mundo y poseía un carácter necesario. De hecho, el franciscano niega todo el tiempo la existencia de este orden, porque si lo aceptáramos condicionaría la “infinita omnipotencia divina”.
Y un punto que marca el fin de la Filosofía Medieval es el abandonar la creencia en este orden de la naturaleza, por esta razón Guillermo representa en la novela una nueva tendencia, un ser humano que se encuentra en el punto medio de esa ruptura entre lo medieval y lo moderno. Por tales motivos el personaje adhiere a una concepción en la que el orden es absolutamente contingente porque se entiende a la creación de Dios como un acto omnipotente de la libre voluntad divina, voluntad que no puede estar limitada por el orden del mundo o por la causalidad; siendo contingente, Dios podría alterarlo si así lo desease en cualquier momento o podría haber optado por otro mundo en su elección libre.
En Apostillas a El nombre de la rosa, Umberto Eco, revela que el nombre y construcción del personaje está inspirado en Guillermo de Ockham, filósofo del cual toma muchas influencias, por ejemplo, retomando la concepción del orden y el voluntarismo ockhamista, ya que afirma que “la voluntad de Dios es tan libre que no admite limitación alguna” (Bertelloni, 1997: 39) y nada nos garantiza la estabilidad del orden. El mundo se constituye por múltiples individuos y hechos cuyas relaciones cambiantes impiden transformarlas en principios o leyes. Para comprender el mundo, el ser humano debe suponer un “orden hipotético” que tal vez no tenga coincidencia con el existente, por lo tanto, la tarea de Guillermo de Baskerville es tratar de proponer hipótesis hasta encontrar la que más se acerque al orden existente. En este punto también se asemeja a Ockham, en el sentido de que la ciencia debe partir de lo singular de los objetos para poder captar lo universal en ellos. Por esto “su aventura gnoseológica nace y se resuelve en lo humano, en lo individual, en lo empírico” (Zecchini, 1987: 406), alternando diferentes hipótesis para lograr la comprensión de la realidad. Así, para Guillermo, el conocimiento se da a través de la “intuición de lo singular”, o sea, en la aprehensión de signos que nos remiten a otros signos (una semiosis infinita o ilimitada en los términos del Semiólogo Charles Sanders Peirce) que determinan ciertas cosas de la realidad. Lo único verdaderamente real son los individuos particulares, y el orden entre ellos se debe dar de acuerdo a la posición de unos respecto de otros. Si esta se considerase como permanente sería posible la ciencia, ya que podrían establecerse proposiciones universales sobre las cosas contingentes y singulares porque “el criterio de verdad es, para Baskerville, la evidencia que se obtiene de la intuición individual” (Bertelloni, 1997: 101). Tanto para Baskerville como para Ockham la verdadera ciencia debe llegar a la verdad singular de las cosas a través de proposiciones y términos que versan sobre estas.
El hecho de haber estudiado en una universidad y de haber tenido a Roger Bacon como su maestro añade datos importantes para comprender la concepción que Guillermo tenía sobre el conocimiento y la ciencia.
Las universidades surgen como un producto propio de las ciudades y su crecimineto demográfico, con ellas nace una nueva forma de pensamiento e interpretación de la realidad, movida por más y modernos descubrimientos científicos. La universidad medieval emerge de la cultura urbana, en las grandes urbes a fines del siglo XII y comienzos del XIII por dos motivos fundamentales: el apogeo de las ciudades y el reingreso de la filosofía aristotélica desde oriente que reunió a un nuevo tipo de intelectuales en estos centros urbanos. Desde las escuelas catedralicias se impulsa la figura del intelectual urbano, en las que algunos maestros comenzaron a llamar la atención por sus conocimientos y por el uso de otros métodos de enseñanza, lo que provocó un gran crecimiento de alumnos en estos centros. Estas escuelas son llamadas Universitates y aplicaban un método común que les permitía adquirir una sistematización del saber, la agrupación en gremios para defender sus actividades e intereses, con un fuerte carácter coorporativo y con reglamentos internos y estatutos. En el seno de las Universitates el magister artium reemplazó al monje en la enseñanza, perfilando la figura de un trabajador intelectual en su actividad de maestro. La reunión de estos maestros con sus alumnos conformaban las universitas, una compacta agrupación coorporativa de profesionales de la enseñanza y estudiantes con el fin de transmitir conocimientos. Las universidades eran más abiertas a la recepción de conocimientos y avances científicos, como también de los problemas y necesidades de la ciudad. En este contexto nuestro personaje, Guillermo, tiene su mente formada de otra manera, a favor del progreso de la ciencia y sus avances, a la recepción y estudio de otras lenguas, reivindicando a Roger Bacon quien sostenía que los avances de la ciencia muchas veces vienen de la mano de los “infieles” y para comprenderlos hay que conocer primero sus lenguas.
La influencia de la Universidad de Oxford y de Roger Bacon en profunda en el franciscano, ya que en las Islas británicas (cuna del empirismo) eran conocedores del pensamiento griego y árabe, y estaban al tanto de las novedades científicas como el reloj, el imán, los lentes, etc., objetos que Guillermo de Baskerville utilizaba y eran desconocidos por los habitantes de la abadía en la que se encontraba. Particularmente, Bacon ejerce un magisterio de carácter científico-experimental sobre Guillermo; también práctico, como es el ejemplo reiterado de estudiar las lenguas, ya que nos pueden servir como instrumento o herramienta dentro de una investigación.
En un momento de la historia su discípulo Adso de Melk se sorprende al notar que su maestro lee en varias lenguas y hasta en la de los infieles, a lo que Guillermo contesta que “la conquista del saber comienza por el conocimiento de las lenguas”.
Más discordancias que concordancias.
Es interesante notar como estos puntos que presentamos se pueden rastrear en sus discursos a lo largo del libro. Hay diferencias en la mayoría de los casos con respecto a cómo conciben el orden, la sabiduría y la ciencia. Sin embargo, de fondo hay convergencias mínimas fundamentalmente con el cuidado de los mismos.
Por un lado, hay un discurso de Jorge de Burgos al final del Quinto día (completas) en el que habla sobre la llegada del Anticristo y, allí dentro se pueden rastrear ciertas aproximaciones con respecto al deber del sabio frente al conocimiento donde deja notar que poseía una postura netamente conservadora, y en el que representa claramente cuál es el deber del sabio o intelectual frente a esta sabiduría: sólo atenerse a estudiarla y conservarla. Está en contra de cualquier tipo de progreso que pueda suscitarse en este ámbito.
Pero me estoy adelantando un poco, antes es necesario aclarar cuál era ese saber que Jorge de Burgos pretendía cuidar con tanto celo. Indudablemente era la Palabra Divina, las Sagradas escrituras. Dicho por sus propias palabras:
“Yo soy el que es, dijo el Dios de los hebreos. Yo soy el camino, la verdad y la vida dijo Nuestro Señor. Pues bien, el saber no es otra cosa que el atónito comentario de esas verdades” (Eco, 1993: 378).
Dejando en claro que estas palabras hacen referencia al texto bíblico, un saber “completo y fijado desde el comienzo en la perfección del verbo que se expresa a sí mismo” (Eco, 1993: 378). Y resalta que “el trabajo de nuestra orden y en particular de este monasterio, es parte, incluso esencial, el estudio y la custodia del saber. La custodia, digo, no la búsqueda” (Eco, 1993: 377), y lo único que le queda de deber al sabio, no es descubrir, porque el saber es divino y lo propio de él es estar completo y fijado; sino meditar inacabables veces, glosar, conservar y comentar la palabra revelada. Por lo tanto, esa “y no otra, era y debería ser la misión de nuestra abadía y de su espléndida biblioteca” (Eco, 1993: 378).
Sobre los comentarios que se puedan hacer sobre ese “único saber”, Jorge se encuentra a favor, ya sea que estos sean positivos o negativos. Porque los primeros iluminan o enaltecen la gloria de las escrituras; y los segundos, nos sirven para contradecirlos con la verdad. Aun así, estos comentarios que contradicen las escrituras deben ser conservados y custodiados con prudencia “sin dejar que ellos nos contaminen”.
Jorge de Burgos frente al descubrimiento de nuevas verdades se muestra hostil, porque deforman el sentido de la “verdad” y le parecen innecesarios estos descubrimientos teniendo en cuenta que el saber al que hace referencia es completo, y lo que necesita ese saber “en vez de estúpidos añadidos (...) es una intrépida defensa” (Eco, 1993: 379) y una custodia inagotable. No queda otra opción para el sabio o intelectual de ese tiempo frente al conocimiento que asumir el deber de conservar y meditar sobre la lectura de la Palabra de Dios, correctamente interpretada (Bertelloni, 1997: 103), ya que “no hay progreso, no hay revolución de las épocas en las vicisitudes del saber, sino, a lo sumo, permanente y sublime recapitulación” (Eco, 1993: 378).
Por otro lado, Guillermo de Baskerville adopta una posición diferente a la de Jorge frente al conocimiento, y esto se puede apreciar en un interesante diálogo que tiene el primer día (vísperas) con Nicola da Morimondo, el vidriero de la abadía.
En esa conversación Guillermo aclara que el saber o el conocimiento deben estar en búsqueda continua por lo que no se lo llega a obtener totalmente. Entiende al saber como una práctica que se debe realizar para solucionar problemas, y que a veces puede estar dirigido a extender la vida de los seres humanos o ser aplicado para el beneficio del pueblo de Dios, como en el caso “en que el vidrio no sólo esté al servicio de los oficios divinos, sino que se use también para auxiliar las debilidades del hombre” (Eco, 1993: 86).
El franciscano está a favor de fomentar y expandir este conocimiento o “ciencia de Dios que se manifiesta a través de la ciencia del hombre” (Eco, 1993: 86) y a la que los sabios deberían dedicarse. Como así también del descubrimiento de “cosas nuevas” y de “redescubrir muchos secretos de la naturaleza que el saber divino ya había revelado a los hebreos, a los griegos, a otros pueblos antiguos, e incluso hoy, a los infieles” (Eco, 1993: 86). Sin embargo, fomentar y comunicar este saber corresponde a los sabios, porque los simples no están preparados para recibir estos secretos, y además, como advertía Roger Bacon, “no siempre los secretos de la ciencia deben estar al alcance de todos, porque algunos podrían utilizarlos para cosas malas” (Eco, 1993: 86). Pero no se refiere, con estas palabras, a los simples que no tienen la capacidad de acceso al conocimiento y se espantarían al no comprenderlo, sino a los sabios que son los que manejan los códigos y saben de que tratan estos conocimientos, presagiando que “ay, si cayeran en manos de hombres que los usaran para extender su poder terrenal, saciar su ansia de posesión” (Eco, 1993: 87).
Guillermo de Baskerville reconoce que el sabio tiene los medios para proteger el conocimiento, y aunque estos secretos deberían ser revelados algún día, sólo el sabio sabrá cuándo y cómo comunicarlos. Él no se encuentra a favor de ocultar el saber pero aconseja que debe ser difundido con mensajes oscuros o enigmáticos por si son revelados a otras personas que lo podrían utilizar para hacer el mal. Se vislumbra en él una posición amplia y no tan conservadora, debido al ámbito en donde se formo y las doctrinas que adquirió durante su vida que influenciaron en gran medida su pensamiento. Este carácter descubridor y experimental que le asigna a la ciencia y al sabio proviene, no sólo de su maestro Roger Bacon, del lugar donde se formó, la ciudad y la universidad, donde todos los conocimientos, descubrimientos y nuevas formas de relación pasaban frente a sus ojos y no les eran ocultados, un ámbito que fomentaba el desarrollo y la expansión de la sabiduría.
Más allá de las diferencias que estos dos personajes manifiestan en sus posturas, aun es posible encontrar una pequeña aunque importante concordancia. Jorge de Burgos entiende su posición frente al saber y al conocimiento como custodia, preservación, conservación y estancamiento; en cambio, Guillermo de Baskerville sostiene que el mismo debe progresar y ser difundido para el beneficio del pueblo de Dios. Aun así la concordancia reside en que el conocimiento debe encontrarse siempre y permanentemente protegido por los sabios (monjes en nuestro caso), y algunas veces protegido hasta de los sabios. Una elite que se encargará de cuidar y, llegado el momento oportuno, de difundir esta sabiduría, u ocultarla nuevamente al mundo si consideran que le es nociva.
Seguramente se podrían encontrar más relaciones entre estos dos personajes, y entre otros aspectos de la novela, de hecho conozco varios pero les dejo la tarea de descubrirlos y dejarlo en los comentarios al final del artículo si así lo desean para compartir novedades, descubrimientos y reflexiones. Aclaro que las imágenes de los personajes son tomadas de la adaptación cinematográfica que se hizo de la novela (a mi juicio una de las mejores adaptaciones que ví) y que la recomiendo al igual que al libro, aunque como siempre... el libro es mejor.
¡Hasta el próximo artículo!
Gabriel Bernachea
Profesor Universitario de Educación Superior en Filosofía
Bibliografía:
Bertelloni, Francisco; Para leer “El nombre de la rosa” de Umberto Eco: Sus temas históricos, filosóficos y políticos, Buenos aires, Secretaria de Extensión Universitaria, Facultad de Filosofiía y Letras, Oficina de Publicaciones, Ciclo Básico Común, Universidad de Buenos Aires, 1997.
Eco, Umberto, Apostillas a El nombre de la rosa, Barcelona, Lumen, 1984.
Eco, Umberto; El nombre de la rosa, Buenos Aires, RBA Editores, 1993.
Le Goff, Jacques; Los intelectuales en la edad media, España, Gedisa, 1986.
Zecchini, Giuseppe; Ensayos sobre “El nombre de la rosa”, Barcelona, Lumen, 1987.
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